EL PRIVILEGIO DE
SERVIR
En toda relación humana que altamente se
estime, es la confianza, el cimiento. Confiar es tener esperanza casi certera,
seguridad, fe en algo en alguien. Es una fuerza emocional que nos hace sentir
que andamos en camino firme y a salvo; es una fortaleza interna que nos dispone
a saber que contamos con una expectativa posible y previsible sobre alguna
persona; sobre una situación. Es una entrega abstracta de nuestra necesidad de
saber que en esto, en la vida, no estamos solos; que podemos tener aliados,
amigos, apoyos, hasta cómplices; que podemos obtener de ellos, de lo que hacen,
de lo que sienten y emprenden, buena voluntad, disposición, atención, de forma
transparente y honesta y, sobre todo con una actitud enteramente desinteresada;
es decir lejana a egoísmos, perversidades y traiciones.
La confianza es un valor universal que
se germina desde casa; en nuestro entorno primario y más cercano. Hay que
decirlo. Las primeras personas en las que confiamos son nuestros padres.
Dependerá nuestra confianza propia en gran medida del grado de confianza de lo
aprendido y demostrado por ellos. Tal vez, después los libros y los sabios nos
dirán y nos revelarán qué es confiar; a quién, cómo, cuándo, dónde y siempre nos
sentenciarán, tener cuidado; no confiar en nadie o por lo menos no en todo lo
que se escucha, se lee, se promete, se jura y se piensa tener o poseer.
He ahí la fragilidad. El riesgo y la
importancia de la confianza, siempre amenazada por el factor humano que la
devalúa, la olvida, la trasgrede.
Es tan difícil definir a la confianza,
que quizá despeje mejor conceptualizarla como lo que no es. Ahí donde hay
abuso, mentira, opacidad; perversidad, segundas intenciones, traiciones;
deslealtad, deshonestidad, despojo. Ahí donde se salta la frontera fiable hacia
el territorio de la envidia, la ambición y codicia; donde se esconde o se
entierra la verdad y brota la corrupción, la falsedad, el irrespeto; donde se
violan y rompen leyes y acuerdos; donde fluye la hipocresía, la intriga y la
guerra; donde el interés del ego se impone por encima del bienestar de los que
depositan en prenda, su fe y su esperanza, en ese espacio oscuro, sucio y
deplorable, no existe la confianza.
Y hay que remacharlo. La confianza
perdida, despostillada, fracturada, abollada es ciertamente muy difícil de
reconquistar. Las cicatrices no desaparecen. Quedan como la evidencia por
siempre de la posibilidad de volver a quebrantarse.
Cuando hemos confiado en alguien y éste
nos ha fallado y ha traicionado nuestra confianza, permea la tortura de que
puede volver a hacerlo, ya que ahora sabemos que es capaz de romper los
acuerdos y pisotearnos la fe; ya sabemos a dónde puede llegar sin detenerse y
estamos ciertos de que ya no será lo mismo que antes. Zurcir, pegar, suturar,
restaurar es el remedio y la disculpa ofrecida, la humildad al pedir perdón, de
momento cierra la herida; se resana la grieta, pero nunca hay marcha atrás al
estado original. Siempre habrá un margen amargo de reserva; de necesaria
prudencia; el imperio de la duda. Una buena dosis de incredulidad.
El mundo puede dividirse entre los que
creen y quieren confiar y entre los que no creen y además ya no quieren
confiar. Pero nuestra naturaleza nos obliga a recargarnos en algo; en una idea,
una concepción, una convicción; en una persona o grupo; en una causa. No
podemos aislarnos para protegernos de la decepción y blindarnos de la
desmoralización que nos hunde hasta el subterráneo, cuando los humanos nos han
enseñado que es más fácil que nos traicionen, que nos fallen, que encontrar la
confianza y bien diáfana en otro humano o grupos de personas.
Por eso, por esa necesidad interna de
creer, de tenerle fe y esperanza a alguien o algo, es que existen las
religiones y también los partidos políticos, los líderes y las causas que han
transformado la historia de la humanidad. Cuando Hidalgo repicó campanas y
arengó al pueblo a levantarse contra los gachupines, lo hizo con el estandarte
de la Virgen de Guadalupe. Si alguien dudaba de la misión independista, si
alguien soslayaba la conspiración, si no sabían el fondo del movimiento social
que despuntaba, fue la fe religiosa, la sotana del clérigo y el discurso de
libertad y quizá de revancha, lo que tocó la confianza de los oprimidos para
tomar las armas. Y fue la confianza de los mexicanos en el magnánimo Juárez, en
su fortaleza y determinación; en su origen y superación; en su ideario y en su
discurso patriótico de unión y nacionalismo, lo que venció la tentación
imperialista y al enemigo usurpador.
Supongo que es la confianza, la
esperanza y la posibilidad de una mejora, lo que mueve a millones de mexicanos,
pobres, olvidados, padeciendo desigualdades centenarias a acudir –o a subirse
al camión que los acarrea- a las urnas para votar por un nuevo alcalde,
legislador o gobernante, porque la novedad abre una perspectiva diferente.
Genera expectativa de cambios. Supongo que millones ejercen su derecho al voto
con la misma aspiración. Nos alienta la opción de lo nuevo y volvemos a
confiar, esperando que ésta, sí será la buena decisión que nos allanará el
sendero para una vida más digna. Y en la diversidad que ha permitido el
desarrollo de nuestra democracia, se extiende la selección. Si ya no se confía
en un partido o persona, hay otras posibilidades. Así fue un tiempo.
La pluralidad partidista representada en
los Congresos y en los gobiernos de distinto orden permitió la competencia
electoral para ganarse la confianza de los ciudadanos y refrendarla o perderla.
La consolidación democrática ha sido un proceso accidentado pero a su paso ha
avanzado desde 1988 y tuvo su momento de gloria el 2 de diciembre de 2012 con
la muestra de madurez, voluntad, nacionalismo y reivindicación de la confianza
social resquebrajada en los partidos, cuando por fin superaron sus divergencias
a favor de las reformas estructurales consensadas en el Pacto por México, sólo
posible en la concesión y en la negociación política de alto nivel de
compromiso con el país y con lo que urgía para destrabarlo.
Nadie les escamita este logro histórico.
Los mexicanos pudimos volver a confiar en los partidos políticos y en un nuevo
gobierno que prometía transformar. Creímos con las reservas necesarias, pero
ahí estaban la foto y los acuerdos. El Mexico Moment; el brillo en los foros
globales. Los premios y la confianza renovada de los grandes capitales externos
y de los líderes del orbe. Y salieron las reformas y seguimos esperando sentir
los beneficios. Pero el Pacto por México nos convirtió en un país confiable,
unos meses.
El último trimestre del año pasado y lo
que va del presente, el escenario de confianza se derrumbó. Desde Ayotzinapa;
la Casa Blanca; las otras mansiones; la fuga de El Chapo; la depreciación del
peso; el bajón del precio del barril de petróleo. Tras las elecciones que
reflejaron la crisis de credibilidad en los partidos y en sus representantes y
candidatos; los reportes del Coneval sobre la pobreza y desigualdades; las
investigaciones malhechas y mal comunicadas a la opinión pública; tras la
exoneración prevista por los llamados “conflictos de interés” once meses
después, el Presidente en un buen discurso y en un acto de modestia, -aunque
para otros fue la asunción de culpabilidad-, ofreció una disculpa a los
mexicanos que nos sentimos indignados y lastimados por el escándalo que desató
la sospecha de que el líder, el baluarte de la transformación de México, haya
recibido –vía su esposa- tal mansión ostentosa en pago grato por contratos
millonarios de obra pública, concedidos a empresa de cercanos y muy buenos
amigos suyos y del grupo en el poder.
La disculpa pública nacional fue un acto
inteligente y sensible. Pero tardío, amargo y agridulce. La exoneración era
cosa juzgada desde que nombró a uno de sus colaboradores al frente de la
investigación. La confianza del Presidente depositada en un empleado no podía
ser trastocada aún si la confianza ciudadana en él, estaba en el subsuelo. Y el
resultado de las investigaciones era consabido, no iba a resanar la confianza
perdida. El ánimo nacional recibió el bálsamo de una disculpa y la convocatoria
a levantarnos la moral y la autoestima; a volver a creer en nosotros mismos y
en el Estado. El Presidente reconoció en acto nacional la gravedad de la
confianza extraviada. Habló de la decepción en las instituciones, órdenes de
gobierno y Poderes del Estado, pero quizá hubiera podido ser más claro y hablar
de las personas, hombres y mujeres que los encabezan y representan, porque la
corrupción y la impunidad que son las progenitoras de la desconfianza que nos
invade, la practican y la perpetúan personas, no entes abstractos, ni
edificios. Son los servidores públicos, que sentenció, se deben apegar a la ley
y también deben “actuar, de tal manera, que las acciones no provoquen, ni
sospechas, ni malinterpretación que generen desconfianza en la población”.
Sin mencionarlo en ese texto, estaba
apelando a ejercer el servicio público con ética política; con valores y
principios; con vocación; con moral; con integridad. Palabras clave en un
discurso dirigido al pueblo agraviado e incrédulo, que ha podido soportar con
apatía, con el beneficio de la duda, con lánguida expectativa, todo: la
corrupción que no tiene fin; la impunidad; la pobreza, las carencias, las
autorrestricciones; la inseguridad, la violencia, el miedo; el libertinaje del
crimen organizado; la contaminación de policías, militares y políticos; también
los cañonazos de alza de precios; bajos salarios; desempleo; desigualdades…todo
ha aguantado, pero haber perdido la confianza, la esperanza, la fe, en todo lo
que cimienta el Estado Mexicano, desde la ventanilla de servicio hasta la más
encumbrada oficina, esto sí que empobrece más al pobre; paraliza el esfuerzo,
el sacrificio y la motivación de los estratos medios; esto atenta contra el
alma de una Nación. La desconfianza inmoviliza, sume, atasca o alienta la
rebelión y el desquite.
¿Cómo convocar a la unidad para “trabajar
juntos” y crecer desde la ausencia de credibilidad?
El Presidente, en los días previos a su
Tercer Informe de Gobierno, se compromete a “concretar, en el próximo Periodo
Ordinario de Sesiones, la Legislación Reglamentaria del Sistema Nacional
Anticorrupción”, para recuperar la confianza nacional con acciones y leyes que
garanticen “la transparencia, la rendición de cuentas y el combate a la
corrupción”.
Por supuesto que hablando con el pueblo,
se dirigió a los nuevos diputados y dirigentes de partidos, para que saquen el
compromiso y hagan su chamba.
¿Pero acaso los diputados del Congreso federal
empezarán por su casa? ¿Y los senadores? ¿En verdad crearán un la ley
reglamentaria que los restrinja, los fiscalice, los investigue, los sancione a
ellos también? Abunda la información de los dispendios, corrupción, excesos,
abusos y demás opacas gracias que los legisladores se autoconceden y que distan
de ser las conductas éticas e íntegras que deben acatar los servidores públicos
y representantes populares, mismas que refiere el Presidente como la otra
condición –además de la legal- para sostener la confianza de la sociedad.
Por lo pronto, unos días después de la
disculpa y la desconfianza, el Presidente hizo cambios en su gabinete y en su
discurso reiteró a sus nuevos y reciclados colaboradores que “deberán dar su
máximo esfuerzo, ser eficientes, eficaces y transparentes en el ejercicio de su
responsabilidad pública” (…) “Desempéñense invariablemente con respeto a la
ley. Actúen con honestidad, rectitud y ética en el servicio público” (…) “La
ciudadanía espera para los próximos tres años, un Gobierno muy comprometido,
que esté a la altura de los grandes retos de la Nación y de nuestro tiempo”.
Buenas frases; re-oxigenadas las
instrucciones que deberían trascender en los hechos, si es que en verdad se
está tomando en cuenta lo que los mexicanos esperamos.
Pero ¿Por dónde rehabilitar la
confianza? ¿Cómo? Toma tiempo. Es una labor cotidiana que se reafirma en las
decisiones contundentes; en los actos y en las conductas. Y en casos extremos,
como el que se expone, los golpes de timón; las soluciones inmediatas; los
actos de gobierno convertidos en razones de Estado, son un recurso válido para
reponer lo perdido.
Ya lo afirmó él mismo: “La confianza no
la vamos a recuperar con discursos. Ésta sólo regresará a partir de acciones
concretas”.
El Presidente necesita aterrizar estos
dos discursos y el que leerá en su Tercer Informe, en las obras y en los
hechos. Tiene que volver a sorprender, a estremecer la parálisis apática e
incrédula de los mexicanos, de la misma forma que lo logró hasta en los más
críticos y rijosos, cuando se firmó el Pacto por México.
Tiene que legitimarse otra vez en el
liderazgo que tuvo y que se desplomó por la desconfianza social. Esta vez,
volverá a echar mano de su partido y de la capacidad de movilización y organización
que por experiencia, militancia y control político, sostiene. Por eso optó por
designar a un político de primera línea como dirigente nacional. Si el
Presidente quiere mover a México, tiene que moverse él y volver a inspirar,
cuando ya nadie alienta nada y donde sólo el alarido megalómano, autoritario,
retorcido y desgastado del eterno perdedor, se oye entre la selva tropical.
En nuestro sistema político, el
Presidente es figura que aglutina, para bien o para mal, pero referencia. Todos
tenemos una responsabilidad para servir a nuestro país; no es labor de un sólo
hombre o mujer, pero hay que restañar su imagen y su liderazgo porque quedan 3
años y la sucesión ya empezó y el escenario global es muy complicado. Hoy más
que nunca el Presidente sabe que la confianza de los mexicanos vale mucho,
pesa, fortalece; sin confianza, sin apoyo, sin la legitimidad social, sin el
beneficio de la duda por lo menos, nuestro país se debilita y así su gobierno,
su proyecto de transformación y el poder político que quiere conservar para su
partido. Sin confianza no hay esperanza y no hay futuro.
Ojalá que los servidores públicos de
todo nivel y la elite política entendieran el valor fundamental de la
Integridad y de la Ética; ojalá reflexionaran que estamos en el umbral de
construir una nueva Cultura Política en el oficio y en el servicio y que la
confianza social sólo se mantiene fuerte si se conducen con rectitud,
transparencia y honestidad. Ojalá que este mes Patrio, que resalta el orgullo y
el nacionalismo, fuera un parteaguas en nuestra forma de servir y de hacer
política. Ojalá nuestro país se despellejara la etiqueta de corrupto de una vez.
Ojalá el Presidente se decida y rueden
algunas cabezas que siguen impunes. Ojalá nos diera sorpresas y demostrara que
va en serio, como lo ha hecho antes. Ojalá en verdad nos convenciera de que el
único privilegio que tiene él, sus cercanos y partidarios es el de servir a
México.
<< Home